9.11.06

A la vera de una oscura muralla viviente

Un buen trecho antes de la taberna, y si uno viene por el camino que a la misma lleva es muy probable que ante sus ojos se despliegue un panorama por decirlo de algún modo, monumental. Tal vez la sensación no sea agradable, sobre todo al percibir el paisaje que rodea a la taberna, ya que uno descubre todo demencialmente descomunal. Esto es así porque la taberna ha echado raíces en un lugar un tanto inconveniente para el ego: a las puertas de un profundo bosque, el cual a su vez alfombra los pies de dantescas moles de piedra que adoptaron, en tiempos anteriores al invento del recuerdo, el nombre de montañas.

Retomando el tema de la sensación, cuando uno logra sobreponérsele y comienza a indagar acerca de la misma, si es una persona con algún sentido común, comprenderá que ese malestar es el que produce la humildad cuando nos arranca de nosotros mismos y nos postra con la violencia de un pretoriano que sorprende a un súbdito rebelde de pie y enfrente del Cesar. Así pues una simple conjunción de naturaleza y obra humana nos reconfigura para recordarnos lo pequeños y desvalidos que somos, lo sedientos que estamos (aunque no lo admitamos) de una guía celosa que nos vigile para no caer.

Cualquiera puede imaginar como el menos desperezamiento del gigante pétreo sepultará hasta el fin del mundo a la pequeña casita que expele volutas de humo por una chimenea y luz danzante por las ventanas circulares.

Más de una vez he sentido ese tirón en carne propia, lo cual me ha hecho comprender después de pensar un poco en el asunto, que lo que se desplegaba a mis ojos era verdaderamente el hombre y su señorío del mundo. ¡Con que cautela debe moverse el rey del fuego! En vigilia constante, para que las llamas no se apaguen o usen su cuerpo como leña. Lisa y llanamente, somos regentes, del primer al último hombre. Se nos ha dicho: reina, pero cuida mi castillo, porque he de volver.

Todavía queda mas por decir de la casa y el bosque…