18.9.11

La Casa, parte tercera

Comencé a observar con más detenimiento el resto de la casa. No quedaba un solo objeto que me permitiera reconstruir una idea visual de su ex inquilina. No creo que la descripción más acertada del ambiente sea la de un espacio “estancado”, sino más bien de una especie de avance  hacia algo nuevo, un moverse lento y a veces arduo, pero no ese atoramiento emocional que, cual agua ponzoñosa, termina siendo fuente de la cual beben y se fortalecen manchas  de un orgullo aún más negro y oscuro.

Cuando una de estas manchas aparecía en la casa, me contó su dueño, rápidamente la picaba hasta sacar todo rastro de su existencia, sellaba el hueco y pintaba el parche. Miré en todas direcciones y no vi rastros de esa clase de manualidad. El Jardinero del barrio me ayuda siempre con buena disposición a mantener la casa en orden, me contó con tranquilidad. Lo conozco, es un buen hombre, contesté con sonrisa afectuosa.

Luego de un rato de silencio, reconocí la biblioteca. La mayoría de los títulos estaban prolijamente ordenados. Salvo las Crónicas. El inquilino se acercó y los puso en su lugar. Adiviné que eran libros comunes a los dos. Tal vez los únicos objetos que pudieran contarme algo por sí mismos. Los había leído en más de una ocasión. Mi amigo me relató brevemente aquellas ocasiones en las que, desorientado por las nieblas que a veces se levantan en el camino, tan cerradas que no es posible distinguir más de dos pasos en cualquier dirección; había escuchado, con una claridad casi sobrenatural, sutiles pisadas. Sin embargo, cada vez que se acercó, solo pudo reconocer su trayecto, el cual siguió. En todas las ocasiones, había sido conducido otra vez al sol y al camino. No pude evitar pensar en que el Jardinero tampoco hace ruido con sus botas cuando camina. Extraña coincidencia, para quien gusta creer en las casualidades sin mayor sentido que el azar de la vida. Qué bueno es poder elegir parase del lado contrario, razoné para mis adentros.

Las paredes de la casa, del mismo blanco cálido que el exterior, solo eran interrumpidas por sombras, de esas espectrales que dejan los objetos colgados largo tiempo y que ahora no están más. Habían muchos fantasmas. Cuando el dueño entendió qué era lo que capturaba mi atención, me dijo : uno tiende, naturalmente, a atesorar todas las cosas compartidas como pequeñas pinturas invaluables. Es como si el mundo se renovara, como si creásemos todo de nuevo. Los arboles cambian de nombre, las montañas y ríos son depósito de historias y significados que nadie más les dio o dará. Ideamos nuevas estrofas a viejas canciones, nuevos versos a literatura que no escribimos. ¡Los caminos! , alcanzó a resaltar antes de que su voz fuera cortada por otro profundo y melancólico suspiro. Tantos paisajes tejidos en sus risas o sus llantos. Todo va conformando parte de esa manta que a ambos envuelve y cobija. Parte del dolor es la intemperie de perderla. Es el cansancio extenuante de ir descolgando todas las pinturas para guardarlas en cajas de cartón gris.

Le pregunté si ese dolor lo dañaba. Me miró por un instante y luego bajó  la vista, intentando ordenar sus ideas en el mar de emociones que otra vez agitaba sus costillas. Luego dijo: no, ya no destruye. Sí lo hizo mientras estuvo unido al oxido de estas paredes, descascarando todo. Pero el Jardinero llegó un día y me enseñó las bases del oficio. Si no empiezas por amar esta casa, me dijo, ¿cómo pretendes que incluso tú quieras habitarla? El viejito fumó mientras contemplaba el desastre en que yo había convertido esta casa en los primeros días de soledad. Luego calculamos cuanto demoraríamos en reparar todo. Estas manchas no se dan por vencidas fácilmente, dijo alegremente, como aceptando el desafío.