15.9.11

La Casa, parte segunda

Abrió la puerta y lo seguí al interior. Aún de espaldas, percibí  que el movimiento de su mano derecha hacia el pecho era para calmar olas feroces que invadían las costas de su maltrecho corazón. Cuando la furia se aplacó, nos detuvimos en un ambiente que la luz a nuestras espaldas reveló espacioso y complejo.

El lugar tenía una cualidad intimista: comedor, living, cocina y dormitorio se fundían en un gran ambiente, tal vez como relegando sus dominios naturales en pos de unos ocupantes que buscaban siempre esa cercanía que se acrecienta con el compartir, el hacer de todos los mundos uno solo. Me explicó que esa idea, que no era suya, le había costado un alto precio.

Cuando nos mudamos, me dijo, eran muchas las cargas que yo traía, a veces oxidadas por un orgullo oculto que todo corrompe cuando no se lo descubre . Y uno busca ocultar, quiere paredes que aíslen, lugares estancos donde esa herrumbre no pueda compartirse, aunque paradójicamente, es exponiéndosela a otros cuando realmente puede limpiarse.

Ese recuerdo, tan fresco como la brisa que agitaba el jardín, relajó la tensión de sus nervios faciales por un rato. Era una lección aprendida y grabada a fuego por el dolor. De esas trampas que uno no quiere volver a pisar, aunque el cebo sea tentador. Hay heridas que dejan cicatrices indisimulables, le comenté, aun por la inalterable gravedad de las arrugas del paso del tiempo.

El dolor, me dijo, cuando hunde sus raíces en el amor, tiene una extraña cualidad. Al ser casi el último rescoldo que va dejando el fuego de un pasado irrepetible y agostado, comienza a brillar con una intensidad cautivadora. No dejamos de buscar evitarlo, pero al mismo tiempo es un néctar que promete, al menos, poder recordar ese tiempo anterior de dicha y vinos dulces. Por eso creo que cuesta tanto a veces avanzar, dejar ir incluso a la memoria.

Lo que más añoro, articuló con la mirada fija en una cocina bastante saturada de cacharros cobrizos limpios pero desordenados; es verla de aquí para allá, enfrascada en mil cosas, riendo y gozando de una vida joven y rebosante de promesas. Poder ser parte de ese espectáculo, saber que en buena medida uno se convierte en eje, en motor de algo que no le es propio y por libertad ajena le es encomendado, eso es felicidad. Verla feliz y contribuir a ello es lo que más extraño. Mil memorias deben  de haber acudido agolpadas a su cabeza, pues tuvo que ocultar sus ojos tras parpados tensos y agotados . Otro suspiro cavernoso. Al rato continuó. Es como cocinar, me dijo, ya que el arte se goza en buscar la felicidad de los otros con algo que, al ser parte de uno mismo, es entregable por un acto de la voluntad ansiosa de compartir, partir y repartir.

No había un delantal y en la despensa solo quedaban frascos vacíos y el horno con su puerta a medio abrir: era la caricatura perfecta del reproche de una casa abandonada. ¿Volverían el ruido, el vapor y los aromas  a esa apagada cocina?