29.8.11

La Casa, parte primera

Cerca de la taberna, siguiendo un camino curvado como cinto sobre la falda de una verde loma, hay un pequeño barrio de casas simples, arboles robustos y acequias cantarinas.

Frente a una de estas residencias, en un domingo bajo un cielo sin nubes y de sol invernal, un hombre se detuvo en la entrada del pequeño jardín que rodeaba una casa casita que siempre se me figuró como de estilo romántico y campestre: paredes blancas y rugosas, techos de tejas rojas y vigas de madera oscura. El conjunto se antojaba bastante acogedor en esa particular mañana.

Cuando nos cruzamos, yo volvía a casa con el diario bajo el brazo y la pipa humeante trabada en las quijadas. Me le acerqué y mientras lo saludaba, extendiendo mi mano libre, noté su mirada. En sus ojos grises se mecía un mar sin sol y brisas, sin cantos de aves ni baladas del oleaje. Solo una gris quietud.

Sin esperar a que pudiera preguntar sobre el porqué de esa melancolía tan honda, me contó lo siguiente:
En los fines de semana, cuando todo el mundo parece desinflarse de las tensiones que soporta entre lunes y viernes, es que se me hace más difícil evitar este camino. Como verás, la casa está deshabitada desde hace un tiempo. Aunque no permito que se la coma el polvo, cada vez es mayor el tiempo que pasa entre visita y visita. Aunque el trabajo logra absorber, cada vez con más fuerza, las capacidades de mi cabeza y voluntad, este hogar todavía se las ingenia para reclamar mi atención. Y aunque no sé si sea algo bueno prestarle atención, de vez en cuando sus quejas son tan fuertes que termina imponiéndoseme. Después de todo, lo que ella desea no es malo, simplemente algo que no podrá tener.

Miró largo rato la casa y luego a mí. No sé por qué innata cualidad expresiva de los rostros, se dibujó en el fondo de su paisaje ocular, entre cargadas nubes cenicientas, un tímido rayo de luz, ahí, al final de todas las cosas. Del mismo modo en que apareció, se desvaneció la visión.

Luego, vacilando algunos momentos y tras un profundo suspiro, que seguro obedecía a esa necesaria expulsión de ansiedad en aquellas personas que no lloran, avanzó hacia el pórtico. Decidí seguirlo, motivado en igual medida tanto por la curiosidad de las vidas ajenas que a veces es cosa buena como por la misericordia que su figura agotada intensificaba en mi interior.

El jardín tenia yuyos de considerable altura, todos canosos. Las plantas y arbustos del terreno sufrían la necesaria desnudez invernal que les da ese aspecto casi mortuorio. Sin embargo, un aroma sutil pero intenso fue capturando mi atención. Unas flores de nardo resistían la crudeza del ambiente. Frágiles en su palidez, eran un eco de algo más allá, algo que no está sujeto al tiempo.

Reconfortaba el alma. Pude notar como el dueño de casa era brevemente transportado a un tiempo feliz, un lugar donde las sonrisas siempre encontraban formas infantiles de estirar labios y alborotar cachetes como rojísimos tomates que solo crecen en huertas de montaña regadas río de deshielo.